miércoles

En París con Renata Tarsio
Por Virginie Ooy.


Renata creció y vivió en la más absoluta miseria. Huérfana a los 5 años, su vida es un recorrido infructuoso y fatal de orfanato en orfanato hasta que a los 14 años conoce al vietnamita Kokoro en la ciudad portuaria de Pattani y deciden abandonar el sudeste asiático para siempre (desde ese instante, el también poeta Kokoro utilizará de apellido el nombre Pattani en recuerdo de la primera etapa de su aventura). Desde allí embarcaron a la India y de ahí tomaron un avión, ignoro de dónde salió el dinero para los pasajes, a París.

Años más tarde, cuando Renata volvió a la capital francesa después de recorrer sola o en compañía de Kokoro la práctica totalidad de Europa, ella y yo nos conocimos paseando por el Jardin Des Plantes una tarde calurosa del mes de junio. Por aquel entonces yo aún no tenía muy claro qué iba a ser de mi vida y esa idea me resultaba bastante penosa. Yo era una joven licenciada en Filología francesa, tenía un Doctorado cum laude en literatura asiática, hablaba perfectamente tres idiomas y conocía asimismo la lengua birmana y me hacía entender en japonés. Había viajado por todo el mundo. Había estado en los carnavales de Río de Janeiro, había celebrado la noche de difuntos en México D.F., había visitado los templos budistas excavados en las rocas selváticas camboyanas. En París fui adjunta a la dirección del Instituto Cervantes y en Alemania supervisé el pabellón español durante la Exposición Universal de Bolonia. A lo largo de mi vida había participado en una docena de recitales en los lugares más insospechados de la tierra: en un bar infausto de Tordesillas; en una sala de conciertos en Madrid; en un salón ultramodernista de Barcelona. Pero la verdad, la verdad, es que no tenía nada en qué ocupar mis tardes aquel caluroso mes de junio que pasaba sola en París, sin trabajo, sin dinero, sin amigos, pero con unas frecuentes y horribles crisis de identidad ante la perspectiva de cumplir 30 años de vida cómoda y disoluta a finales del verano. ¿Y entonces qué? ¿Qué iba a ser de mí? Los sucesivos episodios depresivos fruto de la tortuosa relación a la que César Ruiz-Tagle y yo habíamos puesto fin al comienzo del año tampoco me fueron de mucha ayuda. Y luego… Luego… ¡Qué más da eso!

Yo estaba en París y en París hacía calor y la ciudad y yo teníamos toda la vida por delante. Así que allí estaba yo, hojeando un ejemplar atrasado de la revista Interviú, paseando sin objeto ni motivo, sin coartada ni premeditación, a ratos leyendo, a ratos llorando, a ratos cagándome en la madre de todos y cada uno de los literatos franceses de finales del siglo XIX que me habían hecho ser así, a ratos mirando fijamente a los desconocidos que se cruzaban conmigo para mantener por un momento un diálogo que sepultara la inmisericorde y autodestructiva conversación que mantenía conmigo misma. Y entonces llegó ella. ¡Ah! Era tan guapa que no podías dejar de mirarla. Y ella lo sabía. Se dio cuenta enseguida de mi indiscreción y valientemente se dirigió a mí en un francés de manual:

Alo! Et bien, comment allez vous?

No supe qué responder, aunque sabía de memoria la respuesta, y me quedé callada, sonriendo como imagino que sonríe un oso panda, sin atreverme a iniciar la conversación que tanto anhelaba.

Hey! How are you? dijo entonces Renata. Pero yo no abría la boca. Estaba totalmente estupefacta. Sólo me atreví a decir mi nombre, dije me llamo Virginie, y al instante Renata reaccionó y se sentó a mi lado y empezó a hablar, esta vez en castellano, y de todo lo que ella dijo yo solo pude entender algunas cosas, frases sueltas, nombres sin rostro, fechas inciertas, reyes y reinados y ciudades y fantasmas. Estoy segura, en cambio, de cómo empezó ella su discurso. Fue así:

“Hola, amiga Virginie. Me llamo Renata Tarsio. Soy tailandesa. Nací en algún momento de la década de los 70. Según tengo entendido, fue una década espantosa para mi país. Se produjeron una docena de golpes de Estado. Pero yo odio la política. Hace muchos años que no visito mi país. En realidad, no me gusta cómo suena eso de mi país. Yo soy apátrida. También soy poeta. ¿Has estado alguna vez en Tailandia? Bah, no te pierdes nada. Putas y más putas y arrozales y manglares. ¿Has leído alguna vez los versos satánicos del príncipe Taksin? Estoy segura de que Taksin fue uno de mis antepasados. Según tengo entendido, él fue quien expulsó definitivamente a los birmanos del antiguo reino de Tai. Luego fue traicionado por Rama I. Pero uno no se puede fiar de los libros de historia. ¿Quieres que te cuente yo una historia?”

En ese momento Renata hizo una pausa, me miró con sus grandes ojos verdes, y acto seguido se largó a contar una historia que decía más o menos lo siguiente.

(El fragmento que leerán a continuación es una transcripción hecha por Kokoro Pattani de uno de los prosopoemas, como ellos mismos los llamaban, que Renata solía improvisar a viva voz a cualquier hora del día, preferentemente de noche y a ser posible borracha. Renata jamás escribió un solo verso. Lo más probable es que Renata no supiera escribir.)

Así empezó todo
Prosopoema de Renata Tarsio


No podía dormir, amiga Virginie.
Así empezó todo.

Hacía mucho calor en la casa de acogida
Y me levanté y estuve dando vueltas
Por pasillos enfermos hasta que no pude más
Y decidí salir de allí
Para dar un paseo por la oscuridad
Minutos antes del amanecer.

Yo era joven, ¿te lo he dicho ya?
Sí, era joven. Muy joven y muy guapa,
Demasiado temeraria para ser tan joven y tan guapa,
Pero había algo en esa noche, el silencio,
El ardor de mi cuerpo, la luna casi llena,
­Que me hicieron escapar, marcharme
Sin dar señales de aviso, huir
Sin tomar precauciones, caminar
Sin hacer caso al miedo, deambular
Sin tener presente el peligro de una ciudad nueva y extraña
Como Pattani,
Candorosa y repulsiva matrona
Que no sabe nada de nadie
Y menos sabía de mí,
Una joven extranjera en cualquier parte del mundo,
Una joven huérfana, indómita y analfabeta
Empeñada en recorrer sola cada maldita ciudad
De este maldito país:
Pattani, Yala, Surat Thani,
Samut, Phnom Penh, Bangkok
Chiang Mai, Lamphun, Rayong…
¿Qué buscas, Renata?
¿Qué es lo que estás buscando?
Dime: ¿Por qué sigues caminando?
¡Detente!
¿Dónde estás?
¿Qué haces aquí?
¿Quién eres tú?
De pronto, una sombra, un reflejo.
Hola, mi nombre es Kokoro y tengo miedo.
Hola, mi nombre es Renata y no tengo miedo.

Nos cogemos de la mano en medio de una calle
Porque el temor nos encoge pero el valor nos empuja,
Y seguimos caminando
Y seguimos caminando
Y salimos de la ciudad
Y llegamos a un claro de bosque
Y ya está amaneciendo.
Mira allí, le digo a Kokoro, va a salir el sol.
Mira allí, me dice Kokoro, en aquel árbol,
¿Lo ves?
Agarrado a una rama hay un animal indescifrable.
Parece un pequeño primate
De orejas majestuosas y grandísimos ojos.
¿Qué animal es ése, Kokoro?
Es un Tarsio, Renata, pero ¡no lo mires más!
Está endemoniado
¿No ves cómo gira el cuello?
Nuestras voces se solapan:
¡Vámonos de aquí, Renata!
¡Volvamos a casa, Kokoro!
¿Tienes casa, Renata?
¿Tienes casa, Kokoro?
Y seguimos caminando
Y regresamos a la ciudad
Y Kokoro dice, llévame contigo, Renata,
Y Renata dice, llévame contigo, Kokoro,
Y los dos seguimos caminando por calles suburbiales
Y no miramos atrás, nunca más miramos atrás,
Porque el Tarsio, ese monstruo,
Ese primate endemoniado,
Está clavando sus largas pezuñas en mi carne,
En nuestra carne,
Y vayamos donde vayamos, Kokoro,
Él nos acompañará,
El único, el eterno, el maligno,
En Oriente y en Occidente
En el Norte y en el Sur,
Él vendrá con nosotros,
Retrepado en tu espalda,
Agarrado a mi cuello
Y escupiéndome al oído aullidos terroríficos.

Desde hoy hasta el final de mis días,
Largos días y largas noches, amiga Virginie,
Seré Renata Tarsio,
Poeta y visionaria y esclava del diablo,
O no seré.

Renata en el kilómetro 238.
Por Honorio Chaves.


Se llamaba Renata. Eso fue lo que nos dijo. Hola, mis amigos, me llamo Renata. ¿Vais a Madrid? Sí, le dijimos. Entonces me voy con vosotros. Estábamos en una estación de servicio de la carretera de Valencia, concretamente en el kilómetro 238, y volvíamos de unas vacaciones cortas, insólitas y demoníacas, pero eso es otra historia. Renata se montó en el coche sin mediar más palabra y sin esperar una invitación de nuestra parte. Una vez en el asiento trasero se incorporó levemente para quitarse el pantalón vaquero y en un abrir y cerrar de ojos se puso encima un short blanco que dejaba entrever sus bragas. Eran grandes, las bragas de Renata, y eran de color verde, de eso no había duda, y tenían ribetes o flecos en los laterales. Mejor así, ¿verdad?, dijo Renata, y acto seguido se quitó el jersey y se quedó en manga corta. La camisa de Renata era minúscula y resaltaba la voluptuosidad de sus pechos. Eran grandes, los pechos de Renata, y el sujetador también era de color verde. El ombligo de Renata estaba a la vista. Era un agujero negro y diminuto, el ombligo de Renata, como un abismo negrísimo y diminuto. César, Leandro y yo nos miramos como se miran los chiquillos en misa y nos pusimos a reír y Renata también se rió. ¿A qué esperáis?, dijo ella, ¡en marcha! Estábamos en el kilómetro 238 de la carretera de Valencia y volvíamos a Madrid. Leandro metió primera y reanudamos el viaje. El sol nos golpeaba en la frente y la cabellera teñida de rubia de Renata brillaba y le confería un aura especial, como de virgen inmaculada o de princesa rusa. Pero Renata era tailandesa y era poeta y además era puta.

En menos que canta un gallo César dio un salto al asiento trasero y se colocó al lado de Renata. Leandro se colocó las gafas de sol y redirigió el retrovisor interior sin dejar de apretar el acelerador. César y yo flanqueábamos a Renata. Ella nos acariciaba y se dejaba querer. ¿Quién eres? Preguntó entonces Leandro. Pero Renata no le hizo caso. ¿Cuántos años tienes? Renata sonreía y no contestaba. ¿De dónde eres? ¿Qué haces en España? ¿Por qué estabas haciendo autostop sola en el kilómetro 238 de la carretera de Valencia? Renata estaba apoyada en el pecho de César como si fuera una gata. Al mismo tiempo me cogía de la mano y la posaba sobre sus muslos. Eran tersos, los muslos de Renata, como los de un futbolista o una gimnasta adolescente. De pronto, sin previo aviso, como estaba acostumbrada a hacer, Renata salió de su mutismo. Tengo 25 años. Soy tailandesa. Llevo una semana dorándome al sol de levante. Y vosotros, amigos, ¿quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? ¿Me vais a hacer el amor?, dijo Renata sin dejar de sonreír. Ninguno supimos qué contestar. Leandro conducía a 120 kilómetros por hora y Renata parecía más rápida que el viento. Cuando César le puso la mano sobre la entrepierna Renata dejó de sonreír. ¿Haces esto a menudo?, le pregunté yo mirándole a los ojos y acariciando uno de sus pechos con mi mano. Soy libre, susurró Renata, y despacio, sin brusquedad ninguna, apartó la mano de César de su pubis y la llevó a su pecho y la entrelazó con la mía. Mejor así, ¿verdad?, exclamó Renata, y lanzó una sonora y enigmática y quizá también aterradora carcajada. Leandro bajó la ventanilla y encendió un cigarrillo y el aire de Castilla enfrío nuestras manos. Renata se acurrucó entre César y yo y los tres seguimos acariciándonos sin decir una palabra, sin prisa, sin deseo. La excitación sexual dejó paso a la ternura que se convirtió en cordialidad que devino en extrañeza. Renata cerró los ojos y trató de dormir. César me miró con incredulidad. Leandro bajó el volumen de la radio. Y yo, incapaz de prolongar una erección expiatoria, cogí mi libro de Knut Hamsun y me puse a leer. Madrid nos sacaba aún más de cien kilómetros de ventaja. En un tramo del viaje Leandro se vio obligado a dar varios frenazos que interrumpieron el sueño de Renata. Entonces abrió los ojos, miró el libro que yo estaba leyendo y dijo: yo también tengo hambre. Eso dijo Renata, y acto seguido se volvió a dormir.

La última vez que vimos a Renata cruzaba medio desnuda la calle Alcalá a la altura de la plaza de Las Ventas. Acababa de salir de nuestro coche. No podría asegurarlo pero me atrevería a decir que Renata estaba feliz. Al menos había llegado a su destino. Se despidió de nosotros mientras agarraba su bolso con la boca. Ninguno entendimos sus últimas palabras.

El viaje, nuestro viaje, el primer viaje que hice en mi vida con los fundadores del Movimiento Plagiarista, Leandro Romaña y César Ruiz-Tagle, había sido un completo fracaso, pero entonces nos negamos a admitirlo. Leandro llevó el coche hasta la estación de Atocha y ahí nos apeamos. Virginie Ooy, entonces novia de César, nos esperaba allí. Estaba muy furiosa. Habíamos llegado con bastante retraso y Virginie es una mujer de carácter. Antes de separarnos César nos pidió que mantuviéramos en secreto nuestro encuentro con Renata. No entendí muy bien por qué, pero aún así di mi palabra. Entonces pensaba que la fortaleza de una amistad residía en la capacidad mutua para ocultar secretos. Ahora, varios años después de aquello y con otro mundo a mis espaldas, pienso que esta confesión mía es un síntoma evidente de mi lealtad.

¿Qué más puedo decir? Durante 238 kilómetros yo quise a Renata como a una hermanastra inocente y lujuriosa a partes iguales. ¿No me crees, verdad? Es igual. Yo quise a Renata porque Renata era libre. También era puta, es cierto. Era una puta joven e inconsciente que escribía versos en la piel de los conductores. Por esta razón, y por un instante, Renata fue mía, fue nuestra, sin intermediarios, sin transacciones, sin penetraciones. Renata fue un peldaño indispensable en la construcción de nuestro movimiento; una pieza dúctil, informe y tan pura y auténtica como el primer copo de nieve. Renata fue, ahora lo sé, ahora lo sabemos, la primera prueba de nuestra amistad. Y ahora está muerta.

Ignoro en qué circunstancias se encontraron Virginie Ooy y Renata Tarsio (su verdadero apellido nunca lo sabremos) en las calles estivales de París. Por mi parte, cuando Virginia me enseñó la foto de su último hallazgo literario, me puse a temblar y, balbuciente, le conté a Virginia nuestra particular aventura. Entonces supe su infausto y misterioso y acaso irremediable destino: Renata fue hallada muerta a consecuencia de un disparo en la cuneta de una carretera secundaria entre París y Lyon. Según me contó Virginia, Renata planeaba volver a España y desde allí viajar a Marruecos, a Senegal, a Guinea Ecuatorial, a Sudáfrica. Su intención era llegar a las Indias circunvalando el continente africano, como hicieron hace cinco siglos los marinos portugueses. Según tengo entendido, además, Renata y su pareja preparaban una traducción al francés de un cuaderno de bitácora birmano perteneciente a un posible antepasado de la poeta de los tiempos de la segunda invasión de Tailandia por las huestes birmanas. Pero Renata murió en los albores de tan megalómano periplo y el crimen y la traducción quedaron en suspenso. Esta pérdida irreparable ocurrió hace más de una década y todavía hoy hay voces que culpan del asesinato de la poeta al sempiterno compañero de viaje de Renata, el escritor vietnamita Kokoro Pattani (cuya obra más laureada, Gigi y el alcornoque, también está recogida en este libro). Otras versiones, entre ellas la enunciada por Virginie Ooy, compiladora insobornable de esta memorable antología, insinúan que es del todo probable que fuera ella misma, la vitalista y desquiciada Renata Tarsio, quien apretara en última instancia el gatillo. Sea como fuere, lo irrefutable es que Renata, la joven, atrevida y libérrima Renata Tarsio, practicó durante toda su vida una secreta afición por la literatura y una inmensa devoción por la poesía. La poesía, clamaba Renata, es un rebaño de ovejas en fila india a las puertas del cielo. La poesía, clamaba Renata, es un infierno con piscina, zonas verdes y aire acondicionado. La poesía, clamaba Renata, es una pistola cargada de diamantes. Como los que atravesaron su cráneo y su cabellera teñida de rubia.

La realidad, esa otra puta que no admite cheques ni concede segundas oportunidades, es que Renata Tarsio está muerta y que fue poeta antes que meretriz, o ambas cosas a la vez. Porque, tal vez, la literatura y la prostitución sólo sean dos nombres diferentes para designar el mismo pecado, a saber: la maldita y sicótica manía de luchar hasta la muerte contra los demonios que arrastra uno mismo en la diaria e interminable huída hacia lo desconocido. Y allí nos volveremos a encontrar, amiga Renata, y entonces te poseeré.

Eso es todo.

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