jueves

Binya Waru en el Jardín del Edén.

Esto es, en efecto, otro relato birmano. César y yo creímos conocer a Binya Waru (su autor) en Bagan, mientras intentábamos ver sus ancestrales pagodas, o lo que se vislumbra de ellas, después de las chapuceras "restauraciones" que está llevando a cabo la Junta. César señaló a un hombre sentado en un escalón de piedra que mascaba betel con aire ausente. "Es él", dijo. El hombre tenía la piel mugrienta y quemada por el sol. "Es Binya Waru", dijo. "A mí me parece un mendigo" dije yo. "No, es él". Nos acercamos. César intentó hablar con él durante unos minutos en su retorcido birmano. Le explicamos que le habíamos reconocido por la foto que aparecía en el libro de Ooy. Le llamamos maestro, le preguntamos por el resto de sus obras. Él nos miraba con un gesto de extrañeza y respondía a todo con gruñidos. Le invitamos a venir con nosotros, le hablamos de contratos con editoriales europeas. Nada. El supuesto Waru seguía sentado con su gesto escéptico, su piel reseca y sus dientes rojos. Cuando nos íbamos nos llamó de lejos. Escupió, sonrió, levantó su dedo índice hacia el cielo y mirándonos como si fuéramos un barco de papel a la deriva se despidió con el siguiente proverbio birmano:

"Puedes llegar a ser un dios, si te empeñas".

Nos dimos la vuelta y nos fuimos. "No creo que fuera Binya Waru" dijo César mientras bajábamos las escaleras.





"Los Karaweik vuelan al atardecer"






Y Dios plantó un huerto en Edén,

al oriente; y puso ahí al hombre

que había formado.

Génesis 2:8




H yace en la cama, la habitación está en penumbra y sólo se escucha el zumbido del ventilador. Se podría decir, sin exagerar, que nunca en su vida ha pasado tanto calor. H gira sobre la cama y busca un paquete de cigarrillos sobre la mesilla. Lentamente se gira hasta quedar otra vez en posición horizontal, saca un cigarrillo del paquete y lo enciende. Después se queda mirando cómo el ventilador deshace las volutas de humo que suben hacia el techo. El sudor humedece su frente, H piensa si estará enfermo. Pronto habrá una tormenta, piensa. Llaman a la puerta. Una voz enérgica grita su nombre al otro lado. H se incorpora de la cama y se dirige hacia la puerta que abre con desgana.

¿Es usted H?

H se desconcierta un par de segundos al escuchar su nombre, se siente un hombre acabado, es delgado, muy delgado, lleva una camiseta interior de algodón amarillenta pegada a la piel y sigue sudando, lleva varios días sin afeitarse y algunos mechones de su pelo sucio y descuidado caen pegados a su frente casi hasta sus ojos rasgados.

Sí, soy yo, responde finalmente. En la penumbra del pasillo ve las figuras de dos personas, un oficial de la policía birmana y un hombre blanco de gesto serio que le mira como si quisiera ver el interior de su cráneo.

Soy el Teniente J y éste hombre es el señor S, representante del gobierno Británico.

¿Qué desean?

Nos gustaría hablar con usted acerca del señor W. Dice el Teniente.

Tengo entendido que ustedes eran amigos. Dice el señor S.

Pasen por favor. H conduce a los dos hombres al interior de su casa obviando la afirmación de S.

Siéntense, les puedo ofrecer un té si lo desean, dice H mientras piensa repentinamente que quizás no tenga té para todos.

No es necesario, muchas gracias.

S se sienta en una silla de espaldas a la ventana. J se queda de pie junto a la mesa mientras H pone a calentar agua.

¿Cúanto tiempo hace que no ve a W?

H mira hacia arriba, ladea un poco la cabeza y después mira a S.

Hace aproximadamente unos cinco meses.

H enciende otro cigarrillo y se sienta a la mesa. J se sienta frente a él, S acerca su silla a la cabecera de la mesa, a la izquierda de J.

¿Trabajaba usted con W, verdad? pregunta J.

Trabajábamos juntos, en el periódico.

Tenemos entendido que es usted fotógrafo señor H. Dice S mientras echa un rápido vistazo a la habitación en cuyas paredes sólo hay colgada una fotografía, una fotografía bastante vieja en la que aparecen un hombre y una mujer sonrientes.

Sí, soy fotógrafo. Acompañaba a W cada vez que le encargaban cubrir una noticia desde Londres.

S carraspea y se inclina ligeramente sobre la mesa, entrelaza sus manos, carraspea de nuevo.

¿Conoce usted el paradero actual de W? pregunta.

No, francamente, pensé que ustedes tendrían más información al respecto, hace meses que no sé nada de él.

J y S se miran.

¿Nos podría decir desde dónde llegaron las últimas noticias que conoce usted? pregunta S.

Lo último que sé es que estaba realizando una investigación en el estado de Shan.

S carraspea de nuevo y pregunta ¿una investigación para el periódico?

No, como imagino que sabrán ustedes W dejó de trabajar poco antes de desaparecer. Es una investigación por su cuenta.

J frunce el ceño y la sospecha se dibuja en su cara. ¿Estaba el señor W interesado en las cuestiones políticas locales de la región de Shan?.

No, no creo que estuviera interesado en las cuestiones políticas de ningún lugar del mundo. Sus intereses eran más bien, digamos, arqueológicos.

Explíquese, por favor. Dice J.

H se levanta y retira la tetera del fuego. Bueno, dice H, supongo que conocen la historia de Hunningam Liflicus.

J entorna los ojos y hace un ademán de protesta.

El señor Liflicus fue un famoso etnólogo escocés que llegó a Birmania a finales del siglo XIX, llevó a cabo varias expediciones adentrándose en las regiones selváticas de Shan. La última expedición nunca regresó. Interviene S después de los apropiados carraspeos.

Sí, dice H volviendo a la mesa con una taza de té, pero según dice la leyenda el señor Liflicus estaba buscando algo en concreto. Me imagino, señor S, que estará al tanto de ello.

S arquea las cejas, ¿No se creerá usted esas absurdas historias, verdad?

H se encoge de hombros. Las leyendas son leyendas, dice, pero debe reconocer usted que ésta tiene un atractivo especial.

J visiblemente impaciente mira alternativamente a H y a S. ¿Se puede saber de qué están hablando?.

Verá, carraspea S, según se dice, el señor Liflicus dedicó gran parte de su vida a intentar descubrir el paradero del, en fin, Jardín del Edén. Cuando termina de hablar S dibuja media sonrisa en su boca que pone los pelos de punta a H.

J, ahora visiblemente confuso titubea ¿eh, el Jardín del Edén?.

Sí, responde H desviando su mirada de la sonrisa de S, el Jardín del Edén, el Paraíso Terrenal, el Shambala...

Verá Teniente, dice S, la Biblia dice que Dios plantó un huerto en Edén, al este, en el que puso al hombre. En el Edén el hombre y la mujer eran felices, podían disfrutar y alimentarse de todo lo que vivía y se movía, pero les prohibió comer de los frutos de los árboles de la ciencia y de la vida. Pero la mujer, engañada por una serpiente, convenció al hombre para que comiera del fruto del árbol de la ciencia. Al enterarse Dios de lo sucedido expulsó al hombre y a la mujer del jardín del Edén y para que no volvieran a entrar puso a varios querubines custodiando su entrada con una espada de fuego.

Y según Liflicus ¿ese lugar se encontraba en la región de Shan? pregunta J incrédulo.

Bueno, al parecer Liflicus encontró un mito común entre las diversas tribus de la jungla. Un mito, por otro lado, muy sugerente. H sonríe hacia las cejas continuamente arqueadas de S mientras sorbe un poquito de té. Se trata, continúa H, de un lugar atravesando lo más denso de la jungla desde el que parte una estrecha senda entre las montañas y, según el mito, al atravesarlas se encuentra un lugar paradisíaco poblado por una tribu formada por hombres altísimos de cabellera blanca. En este lugar el tiempo no existe y siempre brilla una luz dorada como en un continuo amanecer. Los animales no huyen de los hombres, no existen el dolor ni el sufrimiento, tan sólo la paz y el placer. En fin, dice H borrando de un plumazo su sonrisa y bebiendo otro sorbo de té, supongo que Liflicus pensó que merecía la pena comprobar si la historia era cierta.

Los ojos de S relampaguean mientras que J hace ya un buen rato que piensa si realmente merece la pena estar allí.

Supongo que el señor W quiso comprobar por sí mismo si Liflicus encontró el paraíso perdido, dice S amagando con atacar otra vez a H con su media sonrisa.

J no aguanta más y se pone en pie bruscamente.

¡Señor H! ¡Debe usted pensar que somos gilipollas!

H pega un respingo mientras S mantiene desafiante su sonrisa incandescente. ¿Se cree que no sabemos que W simpatizaba con los independentistas de Shan? ¿Se cree que no sabemos que hizo una brillante carrera militar durante la guerra? dice J mientras agita violentamente su puño derecho.

Señor H, dice S muy lentamente, creemos que W está formando y adiestrando un pequeño ejército en el interior de la jungla. Como comprenderá cualquier información que podamos obtener al respecto será muy apreciada por nuestros gobiernos.

Verán caballeros, dice H después de respirar muy lentamente, me temo que no era tan amigo de W como ustedes sospechan. Me enteré de que W había abandonado el trabajo cuando dejó de aparecer en la redacción. Respecto a sus intenciones, aquí H vuelve a hacer una pausa, lo único que sé es que estaba obsesionado con la historia de Liflicus. Más allá de eso... H mira fijamente a los ojos a J y después a S y se encoge de hombros.

J apoya sus manos en la mesa y se inclina hacia delante hasta que su nariz queda a menos de diez centímetros de la de H. Gruesas gotas de sudor recorren su frente y sus mejillas.

Atraparemos a W, señor H, le atraparemos a él y le atraparemos a usted.

S se levanta de la silla sin dejar de mirar a H en ningún momento esbozando, esta vez, una amplia sonrisa, que es más estremecedora aún que la anterior.

Ha sido un placer conocerle señor H, dice lacónicamente. Después ambos se marchan. H se acerca hasta la puerta y escucha sus pasos alejarse por el pasillo. Después permanece unos minutos junto a la puerta escuchando el silencio, los ruidos de la calle.


Vuelve al salón y comprueba que el té se ha enfriado. Pone a calentar agua de nuevo y se acerca a la ventana. Una fila de monjes budistas recorre la calle, la gente sale de sus casas llevando comida y dinero para dárselo a los monjes. H abre la ventana y nota que se está levantando un viento húmedo. Piensa en huir de la ciudad, después piensa en huir del país, después piensa en quemar las cartas cifradas que le envía W desde Shan y que esconde en un falso suelo debajo de su cama. Después piensa que quizás nada de eso importe y enciende un cigarrillo. El agua empieza a hervir, la tetera pita. La tormenta estalla y cierra la ventana.


W está oculto tras un enorme árbol de betel aturdido y herido. Todavía no sabe lo que ha pasado. Mira a la derecha mientras sujeta su fusil y ve los cuerpos de sus cinco compañeros mutilados y semicalcinados. W comprende que va a morir. Sabe que sea lo que sea lo que ha acabado con su expedición se abalanzará de un momento a otro sobre él y decide mirar a la muerte de frente. De un salto sale de su escondite y da media vuelta. Frente a él ve un estrecho desfiladero de unos 60 metros de largo que acaba en un valle cubierto por un pasto verde y tupido poblado por aves multicolores. Un poco más lejos un hombre pelirrojo que lleva una larga barba y gafas redondas le mira con tristeza. Detrás de él todo está bañado por una luz cálida y dorada. Después el fuego lo envuelve todo.



Binya Waru



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