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La vida improbable de Félix Blanco

La vida improbable de Félix Blanco
Leandro Romaña
Editorial Ecúleo. 320 páginas.
P.V.P.: 21,95 euros.
ISBN: 978-84-936550-4-4.
Depósito Legal: P-306/2008


Por César Ruiz-Tagle
Unos meses antes de concebir junto a Leandro Romaña el acta de natalidad del plagiarismo, cuando el movimiento plagiarista sólo era una permutación dudosa de sujetos y destinos, me encontraba en la ciudad de Tordesillas donde se celebraba un simposio delirante sobre las novísimas interpretaciones del punto de vista narrativo y el alcance de los innovadores enfoques multiculturales en el marco de la era digital en la obra de una veintena de jóvenes autores españoles, entre los que yo me encontraba. Durante una conferencia intitulada “Después de después. A vueltas con la originalidad”, que se reunió en el salón de actos principal, y en la cual yo sólo participaba como oyente (en realidad ésa fue mi única misión durante todos los días que estuve allí), se me ocurrió la feliz idea de alzar la mano e intervenir en el debate para decir algo así: “La originalidad no consiste en no parecerse a nadie, sino en parecerse a todos”.

Se hizo el silencio. Acto seguido estalló un murmullo que se tradujo al cabo en una sonora algarabía general. La idea no es mía, se me ocurrió decir, y de una manera algo torpe culpé a un personaje de algún relato de Quim Monzó o de Javier Cercas de haber creado ese ingenioso aforismo (sin caer en la que cuenta de que ambos autores, siendo importantes, no son canónicos, y además son nacionales y aquí eso vende muy poco). Intenté remediarlo nombrando a Groucho Marx y luego a Woody Allen, quienes a buen seguro que en algún momento de sus vidas dijeron algo semejante. La guasa soterrada, lejos de apaciguarse, se propagó como un incendio. Entonces uno de los ponentes de la mesa, un tipo largo, delgado y con gafas, se levantó para hablar. Por un momento pensé que saldría en mi ayuda. Se levantó, se irguió cuan largo era, y aseguró que lo que yo había dicho, lo hubiera dicho quien lo hubiera dicho, era una boutade, un mero chiste, o directamente una estupidez, y volvió a sentarse. El debate continuó como si tal cosa. Aguanté como pude las ganas de subir al estrado y propinarle un puñetazo en mitad de la geta por presuntuoso. Me consolé diciéndome que ya nos veríamos las caras (gafa versus gafa) durante la ceremonia de clausura. Ese día tendríamos más que palabras. Por supuesto que sí. Llegó el día, pero no él, o al menos yo no fui capaz de encontrarle por ningún lado.

No sé por qué volví a acudir meses después a otro encuentro de jóvenes escritores en la capital. Supongo que más que otra cosa buscaba enfrentarme de nuevo con el tipo que me dejó en evidencia en el simposio de Tordesillas y que después desapareció. Lo cierto es que no sabía su nombre ni si estaba invitado a participar en los debates. Una cosa era segura, y es que sería capaz de reconocerle entre un millón de caras. Me personé en varias conversaciones al azar. En la tercera o cuarta a la que asistí, un miembro de la organización se presentó para disculparse por la ausencia de uno de los oradores, y los demás dieron comienzo al debate, el cual justamente giraría en torno a la importancia de los comienzos en la obra narrativa. La pretendida discusión literaria era un muestrario insípido de frases hechas y lugares comunes hasta que entró él.

Alto, delgado, quizá con más kilos que la última vez (y la primera) que le vi, con otro par de gafas y con un cuadernillo naranja en la mano, se sentó en un extremo de la mesa con forma de media luna, y se disculpó. Bienvenido al gaudeamus, del latín gaudeamus, señor Romaña, dijo sin petulancia el moderador, y añadió en tono admirativo: ¿Hay algo más genialmente original que llegar tarde a un debate sobre la radical importancia del primer párrafo? El público y los contertulios se echaron a reír. Yo me reí. Sin embargo, el último hombre en llegar a la sala se quedó callado. Esperó a que el rumor cesara y entonces habló. Esto fue, a grandes rasgos, lo que dijo:

“Perdonadme si nada más llegar os increpo de esta guisa, pero es necesario que recordemos algo, una lección que Borges y Bioy y Bustos Domecq nos explicaron con profusión, por citar sólo a autores que comparten la inicial, aunque también ellos la aprendieron de lejanos maestros. La cuestión es, compañeros, que la originalidad no existe. El escritor que se dice original es un impostor. La singularidad de una obra cualquiera no estriba en aquello que la diferencia del resto, que no es nada, acaso el envoltorio, el tipo de papel, la foto de la sobrecubierta; sino en las múltiples semejanzas que incorpore con respecto de las demás, de todas las demás, y que la convertirán, de este modo, en una obra única. A estas alturas de la historia de la literatura, la pretensión de originalidad por parte de un autor es, en la mayoría de los casos, una consecuencia evidente de su falta de escrúpulos, cuando no de su abierta ignorancia”.

Ninguno de los allí presentes supimos cómo reaccionar, tampoco el erudito moderador, y enmudecimos, pero alguien que nos escuchara desde fuera no podría decir que estuviéramos callados. Había algo, un cuchicheo, que sólo podía estar dándose entre los sillones y las mesas y las cortinas y las baldosas del sueldo del Aula Magna del Ateneo que murmuraban entre ellos ocasionando un molesto zumbido como de zánganos o de viudas rezando que duró varios minutos, en mitad de los cuales, como si esto también formara parte de su actuación sacramental, el tipo de las gafas y el cuadernillo naranja se levantó e hizo mutis por el foro.

Este gesto, su discurso, esa aporía literaria y aquella contestación incendiaria conforman el primer acto oficial del movimiento plagiarista, protagonizado por uno de sus fundadores, el indescifrable Leandro Romaña. Como no podía ser de otro modo, la primera novela de este autor, La vida improbable de Félix Blanco, es una culminación fatal de su actitud a mitad de camino entre la burla, la ironía y la provocación, y es, sobre todo y ante todo, un punto de partida literario de consecuencias cruzadas e insondables.

La novela improbable de Leandro Blanco o Félix Romaña

Primero que todo, una aclaración. Félix es un nombre propio, pero también es un acróstico de feliz, del latín felix, y de Fénix, del latín Phoenix, voz anglosajona que da nombre a una ciudad del medio oeste americano y a una constelación. La primera palabra indica buenaventura, estar o sucederse en buen momento y con felicidad. La segunda, resurgimiento y unicidad. Blanco, por oposición a negro, la ausencia de todo color, es el color de la luz solar, no descompuesto en los varios colores del espectro, o lo que es lo mismo, capaz de adquirir cualquier tonalidad. También es un objeto para ejercitar la puntería, y un espacio hueco o vacío en la hoja en el que no hay nada escrito.

La novela empieza así. Un tipo del que no sabemos el nombre (ni él ni los demás personajes lo dirán en toda la novela, aunque es dable deducir por el título que se trata del improbable Félix Blanco) se despide de una chica en un andén y sube a un tren de regreso a casa. A partir de aquí su historia pasa a un segundo plano y se inicia una travesía imparable, de orden casual y causal, por la que transitarán varias decenas de personajes, la mayoría de ellos antiguos compañeros de estudios durante el último año de instituto, como si estuviéramos en el primer día de clase y el profesor pasara lista a los alumnos yendo desde la A (nombre del primer capítulo) hasta la Z (ídem del último). Al hilo de esta recapitulación se van desgranando los objetivos, las dudas, las esperanzas, los fracasos y los miedos de toda una generación de jóvenes que rondan la treintena. El caudal de voces, giros y modismos en primera, en segunda y en tercena persona, así como la transgenericidad y la ficción experimental, elevan la personalidad del relato muy por encima del mero acercamiento costumbrista y de la falsa biografía (que también los hay). Antes de seguir leyendo, y escribiendo, un personaje nos advierte: Cuando se escribe acerca de todos y a todos a la vez, se escribe a cerca de nadie, a nadie. (Alrededor de 200 páginas después leeremos esta frase formando parte de una cita literal Vacío Perfecto de Stanislaw Lem.)

¿Cuál es el reto y la peculiaridad que Romaña incorpora en su improbable retrato generacional y personal? Muy sencillo. El narrador es uno y a la vez es todos los personajes de la novela. La idas y venidas y vueltas y revueltas que acontecen en las tres partes del libro conforman un solo itinerario vital (y una sola estructura total que se desmadeja y se rearma), un itinerario que se disuelve, se esparce, se multiplica, y que engloba la totalidad de los destinos y de las acciones y de las situaciones que han pasado, que están pasando y que pasarán en las páginas del libro, y más allá de él. Una palabra dicha en el capítulo 1 desencadena un recuerdo en el capítulo 24 y un ticket de metro en el capítulo 16 es el origen de una discusión en el capítulo 5. Las referencias textuales, intertextuales e hipertextuales son exageradas pero finitas, y las vidas que se nos cuentan y se nos muestran podrían no haber existido nunca o estar pendientes de realizarse. También, efectivamente, pueden estar sucediéndose al tiempo que las leemos y si nosotros dejamos de leerlas se detendrán, se volverán a mezclar en el cajón de sastre y nunca serán, o serán otra cosa, un mueble, un Compact Disc, una gata, una escalera.

Para entendernos, el libro no tiene límites, o tienes unos, pero son falsos. De ahí la responsabilidad del lector, un lector que debe ir todavía más allá de la complicidad que le pedía Cortázar, porque deberá atravesar la frontera de la ficción y pasar de la expectación y/o identificación a la más absoluta personificación. Como hacen Leandro Romaña y Félix Blanco y el narrador, quienes no construyen ni caracterizan o inventan personajes. Son los personajes. Así, a lo que de verdad estamos asistiendo mientras leemos (somos) la novela, es a una superposición de planos narrativos, espaciales, vitales, pretéritos y futuribles, que nos colocan en el extremo de un calidoscopio en constante recreación. ¿Por quién? No hay respuesta satisfactoria. Podríamos decir que es el propio Romaña (como autor y como personaje, pues él mismo aparece en los capítulos finales del libro); o el improbable Félix Blanco (pero nunca sabemos con certeza quién es Félix Blanco); o el narrador sin nombre (que podría ser o no ser Blanco, ser o no ser Romaña), pero que también podría ser otro, cualquiera, Luis Hule o Margarita Martín-Calero (personajes que en un momento de la novela también nos hablan y reconducen la narración, es decir, la recrean).

Sin conformarnos ni quedarnos satisfechos, asimos el tubo ennegrecido interiormente, que encierra dos o tres espejos inclinados y en un extremo dos láminas de vidrio, es decir, el calidoscopio, y miramos a través de él objetos, ciudades, vías de tren, automóviles, ventanas, lugares de trabajo, cuadernos, todo como formando parte de un retrato de grupo oculto en una carpeta de colegio ajada por los bordes, un retrato de grupo en el que todos los rostros han sido cortados a tijera. Si miramos fijamente la instantánea comprobaremos, después de un período de observancia agotador, que en los espacios recortados aparece la imagen de nuestro rostro, del mío, del tuyo. No por casualidad el libro abunda en citas, retruécanos, paisajes, noticias, animales, ropas, carteles y mapas que prolongan la celebérrima metáfora borgiana, que cerraba El Hacedor, y que abre La vida improbable de Félix Blanco, y que dice así, por si alguien no lo recuerda:

Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.

¿Qué es lo que se propone, entonces, el improbable Félix Blanco? Veamos. Leandro Romaña, ahora sí como auteur, viene a decirnos que Félix Blanco está viajando en un tren y que Félix Blanco es la mujer que está despidiéndose de él desde el andén y que esa mujer existe y no existe, o existirá en el porvenir, lo mismo que Félix Blanco. La premisa, desde luego, es demencial, pero no es inverosímil. Félix Blanco es, de este modo, un tipo alto, y flaco, y menuda, y rubia, y es una lesbiana con el pelo rizado negro, y trabaja de taxista, y de dibujante, y de jardinero, y de actor porno, y vive en un apartamento decorado con estilo por una mujer soltera, y vive con una gata, y vive con sus padres, y vive en Barcelona con una poetisa, y ha tenido un hijo con un actor de comedias, y ha tenido un aborto, y es un tanto mamarracho, y un tipo feliz, e ingenua, y aventurero, y solitario, y sarcástica, y obsesivo, y también fuma, y es adicto a la cocaína, y bebe, y es abstemia, y es hija único, y es el hermano mayor de una adolescente, y está enfermo de Sida pero aún no lo sabe, y es un atleta, y pesa 124 kilos, y está recién operado de apendicitis, y posee un buen par de tetas de silicona, y folla con viejos escritores mediáticos, y vota al partido carlista, y acude a misa los domingos, y es un joven español que compra el libro de Aznar titulado Cartas a un joven español, y se manifiesta en la calle Génova contra la manipulación del 11-M frente a la sede del PP, y es simpatizante del EZLN, y su pasaporte dice que tiene nacionalidad francesa, y viaja a Cuba, y a Mozambique, y a Ecuador, y a Birmania, y su familia es de Soria, y su padre es un extremeño del Opus, y su padre es músico, y su padre es un mendigo, y su padre está roncando en este preciso momento, y él está loco, y cuerdo, y borracho, y muerto al mismo tiempo, porque Félix Blanco es todos y es ninguno, es un fantasma, es una argucia literaria, es, al fin y al cabo, una máscara.

Dejando de lado interpretaciones metafísicas, más o menos coherentes, más o menos excesivas, la primera novela de Romaña es también, y como no podía ser de otro modo, un tour de force técnico y estilístico. La mega estructura se desarrolla por un proceso subterráneo que olvida las florituras abstractas y desemboca en una lápida. Mientras, en la superficie, se suceden sin orden ni concierto un sinfín de variables formales y de género que confieren a cada capítulo una especificidad metodológica y centrífuga. Leemos, pues, con sus respectivas modulaciones tonales y argumentales, relatos de aventuras, de viajes, eróticos, de terror psicológico, fábulas de humor negro, sátiras políticas, caricaturas de sociedad, novelitas rosas, novela de no ficción, novela histórica, nouveau roman, estampas costumbristas y naturalistas. En equivalente (des)orden, pues, nos toparemos con lenguaje periodístico, escritura automática, ejercicios plagiaristas, haikus, combinatoria matemática, narrativa cinematográfica, cámara oculta, temporalidad inversa, diarios, monólogos a cámara, diálogos filosofantes, críticas literarias, literatura epistolar, avanzadillas posmodernas (SMS, e-mails, Facebook) códigos metanarrativos, ensayo ligero y prosa poética. Es decir, que nuestra lectura repasará prácticamente todas las posibilidades y los recursos y las trampas estéticas, estilísticas, armónicas, técnicas, lingüísticas, argumentales, textuales y estructurales que podemos encontrar en cualquier manual al uso de lo que se ha dado en llamar estilos y géneros literarios en la historia de la literatura.

La empresa, de más está añadirlo, es inabarcable y, por si fuera poco, se ha llevado a cabo otras veces (aunque este dato, lejos de ser un freno, para un autor plagiarista constituye un estímulo). Ulises, La vida instrucciones de uso y Los detectives salvajes son sólo tres cumbres escaladas en el siglo pasado. He de añadir, por mucho que me pese, que la desmesurada ambición que demuestra mi otrora rival, y ahora mi amigo, Leandro Romaña, desmerece en este punto del resto de la obra. Entiendo, mejor que bien, que es un ejercicio consecuente con la concepción tan particular que de la literatura tiene su autor, y entiendo, asimismo, que es una proyección inevitable dada la abstracción y súper direccionalidad de la idea capital, o matriz, de la novela. Sin embargo, la inteligencia y la perspicacia que demuestran algunas de estas piezas (por llamarles de alguna manera) no sotierran el desconcierto, la ligereza, la gratuidad y la indiferencia que transmiten todas las demás (hablo de estructuras y de juegos, no de historias ni de tramas).

En consecuencia, uno se pregunta: ¿Puede un autor que por aquel entonces no llegaba a la treintena atreverse con semejante descalabro? Contestaré yo mismo. Sí, puede. Es más, debe hacerlo, debe atreverse y ponerse a prueba con cada línea que escriba (como si todas las líneas de la obra fueran tanto o más importantes que la todopoderosa primera línea), debe asomarse al abismo y seguir escribiendo aunque le flaquean las fuerzas, debe ser honesto y valiente y poner en riesgo su vida, igual que con su sola presencia en el mundo está arriesgando las vidas de todos nosotros. Bien. Pero: ¿y si falla?, dices tú. Bueno. Que falle. ¡Mejor que lo haga!, porque si no sería Dios, o la encarnación del diablo, y eso sí sería un verdadero problema. Por fortuna, Leandro Romaña no es angelical ni ocultista. Leandro Romaña sólo es un escritor joven, y la complejidad, la arrogancia, la ambición desmedida, la sensación de omnipotencia y la alegre rebeldía son valores indisociables de la juventud, y como tales valores con fecha de caducidad hay que exprimirlos antes de que se sequen por sí solos.

¿Cuál es la otra opción? La otra opción es sonreír, asentir ligeramente con la cabeza, poner cara de interesante, no llevar nunca la contraria. La otra opción es la servidumbre, la simpleza, la falsa humildad, poner la otra mejilla. La otra opción es dejarse dar por el culo por un anciano con bastón y esperar a que se muera para ocupar un sillón desgastado y hediondo. La otra opción es la esclavitud más peligrosa de todas, que es la esclavitud del espíritu, de la inocencia y de la imaginación. Es decir, la negación de la autoconsciencia y de la creación, únicas experiencias que nos hacen libres y puros y humanos. La otra opción, y no insistiré más en esto, consiste en olvidar que antes de ser adultos fuimos niños y que todos los días nos gustaba enrabietar a los mayores, escondernos, disfrazarnos, y que ningún día de nuestra vida, ocurriera lo que ocurriese, olvidábamos reírnos de algo, de cualquier cosa, y más que nada de nosotros mismos.

Estamos, es claro, ante una novela (o mejor, un pastiche, un collage, una miscelánea, un mosaico, o incluso un puzzle) valiosísima y desfigurada que acumula aciertos y sorpresas con desvíos y defraudes, para nuestro gusto y deleite más de lo primeros que de los segundos. Un ejercicio (o un experimento, o un juego, etcétera) sin duda valiente, incómodo, a veces sublime y a veces del todo inútil. Es preciso señalar que, con esta imprevisible primera novela, Leandro Romaña nos ha lanzado un reto y una advertencia. El reto proclama: Esto es todo, amigos; ahora superadme. La advertencia consiente: No es difícil; yo mismo puedo hacerlo.

Con todo, La vida improbable de Félix Blanco es una obra importante, esencial. Es una maqueta perfecta construida a escala con los mismos materiales y con los mismos remates y con los mismos frontispicios y con las mismas pinturas que un Palacio del Renacimiento; pero no es un Palacio de Renacimiento. Aún no. Es, mejor dicho, un espejo polimorfo, colocado en uno de los pasillos de un laberinto, hecho añicos por la voluntariosa acción conjunta de un par de docenas de individuos, y cuyos deformes y dispersos pedazos intentan recomponer en vano la vida y el rostro de Leandro Romaña (y el de Félix Blanco, y el tuyo y el mío). Lo intentan, sí, pero no lo consiguen. ¿Por qué? Quizá porque el propio Romaña así lo ha querido. Quizá porque Romaña no tiene identidad (o tiene una otra) ni tiene rostro (y entonces nosotros tampoco), o quizá es que los tiene todos (¿o no era ése el propósito desde el principio? Imágenes de provincias, de montañas, de caballos…). En cualquier caso, basta ya de conjeturas y ditirambos, La vida improbable de Félix Blanco es una obra irremediable y profundamente plagiarista. Y por este hecho la celebro.

2 comentarios:

Terenci Páramo dijo...

Ienteresantísimo,quiero leerla,joder.

Medea dijo...

maldito borges!